Luego de matarla comenzó a atrapar con sus manos rojas a las haditas lloronas que le sobrevolaban, las capturó a todas, las metió en una olla tiznada y con un cucharon las apachurró mientras el fuego de la cocina hacía bullir el agua y las moribundas golpeaban la tapa con sus rubias cabecitas.
El aroma dulzón de esa sopa inaudita colmó las habitaciones y él sirvió el caldo amarillo del que sobresalían algunas piernitas y bracitos tornasolados, llenó el plato de porcelana, entró al cuarto con la comida y se ofendió hasta las lágrimas al ver a su esposa despatarrada y con los ojos llenos de muerte y maldiciones. La acomodó de tal manera que podía sostener su cabeza y acercarle con la cuchara un poco de ese caldillo humeante, la muerta no reaccionó, sopló para enfriar el consomé pero la muerta no quiso abrir la boca.
Le suplicó en el oído, pronunció su nombre y le pidió disculpas con más lágrimas, le besó el pálido cuello y le prometió no volver a matarla, cortarse las uñas y jamás lastimarla como esa noche. Revolvió la sopa, recogió una cabecita inflamada de hada, un ojito se chorreaba y los cabellos se enredaban en alverjitas y fideos, metió con vigor la cuchara en la boca del cadáver, dentro el sabor se dispersó por el paladar y la lengua. El hombre sonrió al escuchar el crujir de los huesitos entre las muelas y la muerta parpadeó consternada.
Volvió de entre los muertos, comenzaba a heder pero estaba viva, conversaba con él y le perdonó todo, pero sentía unos terribles dolores en el alma que solo calmaban el plato delicioso que él le cocinaba, así su esposo homicida las buscaba como un sabueso, iba a la calle y volvía con los bolsillos rebosantes de hadas destripadas, suplicantes o desmayadas, él preparaba esa pócima culinaria y ella era feliz al verlo prolijo, atento, amoroso y servil como nunca antes.
Cada noche, desde la resurrección, hicieron el amor con espantosa cadencia, ella se agusanaba y a él no le importaba, dormían juntos y no percibía el olor a muerte que soplaba cada poro de su amada revivida, una tarde la sorprendió con una bolsa repleta de duendecillo chillones, maledicentes criaturas que robaban frutas y a las que descabezó para preparar un rico sancochado que ambos comieron extasiados, porque su sabor era incomparable, chuparon los huesos con fruición y había que repetir aquel manjar otro día.
Alistó sus cosas y el fidelísimo marido salió para buscar más alimentos para ella que se disipaba inexorablemente, estaba viva pero el tiempo le roía la piel, no había manera de evitarlo. Él se fue el martes dejándole un beso en su frente marchita y en su ausencia le lloró una grasita fétida, reapareció el jueves en la mañana, lleno de la neblina de la madrugada, bronceado y con el enorme saco sobre la espalda. La saludó con un beso salado sobre sus dientes desamparados y le enseñó con mimos lo que había traído consigo.
Abrió el saco y este escupió sobre el piso a una sirenita de cabellos verdes y escamas azuladas, ambos lo celebraron con risas y anécdotas, la sirena temblaba y respiró esperanzada hasta un cuarto para las diez de la mañana que de un tajo le abrió la garganta e hizo escurrir su sangre diamantina en varios tinajas, con el mismo cuchillo la destrozó y luego le untó ajos y sal, condimentaba el guiso y la saboreaba con la imaginación cuando apareció la gente desconocida. Se lo llevaron aquellos hombres y mujeres sin decir palabra, se lo llevaron volando y lo despedazaron en el aire con furia divina.
-¡Que enfermo! -Oía su fenecida conyugue que era transportada al cementerio, iba callada porque no tenía lengua para reprender a esos hombres de la funeraria -la tuvo dos meses en su casa, dicen que apestaba como mierda, es que estaba enfermo por eso se la tiraba todos los días así decía en el periódico ¿Cómo será metérsela a una muertita? Comía cucarachas, ratas y como estaba loco el huevón se raptó a la chiquilla de la playa, se la lleva, y allá que lo chapan cuando ya se la iba a comer, que cagada, la gente está bien cagada, siquiera se hubiera tirado a la chibola que estaba buena nomas pero tirarse a la muerta, qué jodido…
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