Esperó escondido en el pórtico del templo, repasando
mentalmente los versos aprendidos y el cuaderno en sus manos se estremecía. El
momento era propicio para revelar los sentimientos de su corazón. Anoche llovió
y las paredes exhalaban fresco aliento, las plantas del jardín se desprendían
del rocío, los caracoles hacían camino sobre los tallos verdes con dirección a
los botones de las flores.
Al amanecer saltó la verja del rosal, cortó la rosa
de un pellizco, le quitó las espinas y la empapó en perfume. Revisó la flor
escondida en el pañuelo, pensaba obsequiarla o aun prenderla en los cabellos de
ella. Aspiró el fragante aroma combinado con el pudor de los pétalos.
Su imaginación subió por la enredadera de los
sillares, acarició el vidrio de la ventana, sopló la cortina y entró a la
habitación. La imagino dormida sobre una luz, la cabeza derramaba sobre la
almohada los cabellos oscuros. La boca entreabierta cuidaba no se escape el
alma, los dos labios sin carmín, adornados con diamantes y espadas, se movían al
vaivén de la respiración.
Y en la calle donde iba a ejecutarse el acto primero
del amor, el dios travieso del mismo preparaba el escenario, a los personajes y
el público se acomodaba. El viento dispersó las hojas secas y junto a ellas se
fueron las ideas del ilusionado y llegaron al vestido aparecido sin aviso en la
vereda. La jovencita le obsequió una sonrisa, el resuelto coqueteo le animó,
resolvió acercarse y decirle todo.
Deshojó torpemente algunas palabras porque la
memoria le traicionó y borró su discurso fabricado en la atención de las velas
y el consejo de sus novelas febriles. Los pájaros le observaban atentamente
desde las ramas y piaron más fuerte para interrumpirle. La palma derecha en una
delicadeza cubrió la boca, aguantó la risa todo lo posible pero los ojos y las
mejillas delataron la personalidad de la dama. Él, con sinceridad, tartamudeó “Te
amo” y su declaración fue precedida por la risa desconcertante de la bella. La
respuesta fue superior a la pensada bofetada o la amable negación de la
inalcanzable musa.
-¡Estoy a tus pies!- grito y se rindió de rodillas
el devoto de la desalmada. Ella prendió sus mejillas con rubores, enojada
desbarató la rosa que el enamorado acercaba a sus manos.
–A tus pies- repitió y algunas gotas de sudor mancharon
el ruedo del vestido. No la vio irse, solo los remaches de sus lagrimas sobre
los puños de su camisa.
La morena hizo de aquel desdén arma de orgullosa
burla y del ingenuo poeta, trofeo de su hermosura. No fue discreta y se ufanó
de la hazaña. Al desairado le asediaron sus congéneres con risillas volantes y
burlescas representaciones del suceso en las esquinas.
-A tus pies- le gritaban y simulaban llanto y berrinches.
Él quemó los versos dedicados y en el crepitar sintió la risa humeante de la
amada y las feroces risas del mundo.
De amor nadie se ha muerto, pero hay excepciones. La
pena le quitó el hambre y la cordura. Antes del final de la estación, durmió
sobre el sepulcro de su madre, a descubierto, desabrigado y en una noche
lluviosa. Su debilitado organismo por la inapetencia no venció la tos y la
sofocante fiebre. El joven murió al poco tiempo. En sus pesadillas, desvaríos
por la alta temperatura, los que estuvieron acompañándole escucharon
claramente: -A tus pies- después, al revisarlo, no tenía pulso ni respiraba.
Le enterraron y dejaron la cruz y el epitafio para
no olvidarlo, cruz ladeada, aspa de hierro, una marca para encontrarlo entre
los muertos.
Al octavo día un papelito carbonizado voló por encima de todos,
se atascó en una rendija, burló velozmente a los polluelos, se metió entre la
hojarasca, esperó su momento, escapó en una corriente, alcanzó la enredadera y
subió, ondulante, por la blanca pared. Aprovechó el espacio para el aire, se
metió resoplando y sobrevoló la habitación.
La preciosa niña dormía bajo la luz del candil y el
ruido en la ventana la sobresaltó, la cortina se agitaba y al volverse encontró
en la almohada la tira de papel. Estaba ajada y sobresalían los bordes
quemados. Mantenía aún legibles los últimos versos de un soneto cursi y
repentinamente el cuarto se enfrió con el recuerdo inminente del fallecido.
Las mejillas de la hermosa joven se apagaron, el
miedo la aturdió, la sangre se revolvió en sus venas y con esas sensaciones no
sintió la sabana deslizarse a un costado.
Mejor dicho ceder a la fuerza del inadvertido visitante. El, con ambas manos,
sujetaba la seda y la arrastraba hacia sí. Resplandecieron las pantorrillas de
la mujer, desamparada y con todos los gritos indispuestos.
Percibió el olor a claveles marchitos, el olor
triste de un ramo fúnebre. Frente a ella se abrieron dos ojos luminosos donde
se empozó su reflejo, su hermoso rostro desfigurado por el terror. El hombre o
espectro tendió la mano derecha al tobillo y raspo con la uña sucia de tierra
la piel ebúrnea de la desfalleciente:
-A tus pies, por siempre, como te prometí-
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