jueves, 24 de abril de 2014

A tus pies


Esperó escondido en el pórtico del templo, repasando mentalmente los versos aprendidos y el cuaderno en sus manos se estremecía. El momento era propicio para revelar los sentimientos de su corazón. Anoche llovió y las paredes exhalaban fresco aliento, las plantas del jardín se desprendían del rocío, los caracoles hacían camino sobre los tallos verdes con dirección a los botones de las flores.
Al amanecer saltó la verja del rosal, cortó la rosa de un pellizco, le quitó las espinas y la empapó en perfume. Revisó la flor escondida en el pañuelo, pensaba obsequiarla o aun prenderla en los cabellos de ella. Aspiró el fragante aroma combinado con el pudor de los pétalos.
Su imaginación subió por la enredadera de los sillares, acarició el vidrio de la ventana, sopló la cortina y entró a la habitación. La imagino dormida sobre una luz, la cabeza derramaba sobre la almohada los cabellos oscuros. La boca entreabierta cuidaba no se escape el alma, los dos labios sin carmín, adornados con diamantes y espadas, se movían al vaivén de la respiración.
Y en la calle donde iba a ejecutarse el acto primero del amor, el dios travieso del mismo preparaba el escenario, a los personajes y el público se acomodaba. El viento dispersó las hojas secas y junto a ellas se fueron las ideas del ilusionado y llegaron al vestido aparecido sin aviso en la vereda. La jovencita le obsequió una sonrisa, el resuelto coqueteo le animó, resolvió acercarse y decirle todo.
Deshojó torpemente algunas palabras porque la memoria le traicionó y borró su discurso fabricado en la atención de las velas y el consejo de sus novelas febriles. Los pájaros le observaban atentamente desde las ramas y piaron más fuerte para interrumpirle. La palma derecha en una delicadeza cubrió la boca, aguantó la risa todo lo posible pero los ojos y las mejillas delataron la personalidad de la dama. Él, con sinceridad, tartamudeó “Te amo” y su declaración fue precedida por la risa desconcertante de la bella. La respuesta fue superior a la pensada bofetada o la amable negación de la inalcanzable musa.
-¡Estoy a tus pies!- grito y se rindió de rodillas el devoto de la desalmada. Ella prendió sus mejillas con rubores, enojada desbarató la rosa que el enamorado acercaba a sus manos.
–A tus pies- repitió y algunas gotas de sudor mancharon el ruedo del vestido. No la vio irse, solo los remaches de sus lagrimas sobre los puños de su camisa.
La morena hizo de aquel desdén arma de orgullosa burla y del ingenuo poeta, trofeo de su hermosura. No fue discreta y se ufanó de la hazaña. Al desairado le asediaron sus congéneres con risillas volantes y burlescas representaciones del suceso en las esquinas.
-A tus pies- le gritaban y simulaban llanto y berrinches. Él quemó los versos dedicados y en el crepitar sintió la risa humeante de la amada y las feroces risas del mundo.
De amor nadie se ha muerto, pero hay excepciones. La pena le quitó el hambre y la cordura. Antes del final de la estación, durmió sobre el sepulcro de su madre, a descubierto, desabrigado y en una noche lluviosa. Su debilitado organismo por la inapetencia no venció la tos y la sofocante fiebre. El joven murió al poco tiempo. En sus pesadillas, desvaríos por la alta temperatura, los que estuvieron acompañándole escucharon claramente: -A tus pies- después, al revisarlo, no tenía pulso ni respiraba.
Le enterraron y dejaron la cruz y el epitafio para no olvidarlo, cruz ladeada, aspa de hierro, una marca para encontrarlo entre los muertos.
Al octavo día un  papelito carbonizado voló por encima de todos, se atascó en una rendija, burló velozmente a los polluelos, se metió entre la hojarasca, esperó su momento, escapó en una corriente, alcanzó la enredadera y subió, ondulante, por la blanca pared. Aprovechó el espacio para el aire, se metió resoplando y sobrevoló la habitación.
La preciosa niña dormía bajo la luz del candil y el ruido en la ventana la sobresaltó, la cortina se agitaba y al volverse encontró en la almohada la tira de papel. Estaba ajada y sobresalían los bordes quemados. Mantenía aún legibles los últimos versos de un soneto cursi y repentinamente el cuarto se enfrió con el recuerdo inminente del fallecido.
Las mejillas de la hermosa joven se apagaron, el miedo la aturdió, la sangre se revolvió en sus venas y con esas sensaciones no sintió la sabana deslizarse  a un costado. Mejor dicho ceder a la fuerza del inadvertido visitante. El, con ambas manos, sujetaba la seda y la arrastraba hacia sí. Resplandecieron las pantorrillas de la mujer, desamparada y con todos los gritos indispuestos.
Percibió el olor a claveles marchitos, el olor triste de un ramo fúnebre. Frente a ella se abrieron dos ojos luminosos donde se empozó su reflejo, su hermoso rostro desfigurado por el terror. El hombre o espectro tendió la mano derecha al tobillo y raspo con la uña sucia de tierra la piel ebúrnea de la desfalleciente:

-A tus pies, por siempre, como te prometí-

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