jueves, 24 de abril de 2014

El traje

Salí de mi casa con un ojo sobre el reloj y el otro ojo sobre la calle. En la esquina arreglé los puños de la camisa, mientras lo hacía agradecí a Dios que el saco y los pantalones guardados en el ropero durante dos años estuvieran o parecieran limpios porque tenía poco tiempo para llegar a mi primera evaluación.
En la combi habían varios asientos libres y escogí uno junto a la ventana para recordar mis estudios de la noche anterior, una idea permanecía indiferente a mi recuerdo entonces tuve que sacar las fotocopias para revisarla.
Al hojear aquellos papeles apareció un escozor en mi cuello, quité un botón de la camisa para saciar el insoportable picor con mis uñas. Aquella molesta sensación no se detuvo y descendió a mi brazo. Las maniobras para apaciguar esa incomodas agujillas alarmaron a mi vecina de asiento, la cual dejó la intermitencia de su teléfono para reprocharme con su atónita mirada.
Sacudí la solapa y ya volvía sobre las hojas pintadas con marcador verde cuando percibí una cosquilla vagabunda en mi mano, de la manga del saco salió una arañita y sin temor llegó a mis nudillos. La maté rápido, sin reflexiones de por medio.
Un golpe lleno de pudor para evitar que algún pasajero viera a aquel insecto, la apachurré y expulsé de esa región pilosa como quien se deshace de una pelusa, pero la picazón continuaba en varias zonas de mi cuerpo. Llegó el cobrador y yo frotaba mi axila con disimulo. Cuando la segunda arácnida subió a mi mejilla sospeché un nido de patitas y ojitos, tumultuoso y latente, remendado al saco en desuso hasta hoy.
La reventé y quité aquel lunar con delicadeza, hubiera sido idóneo terminar aquí mi relato y asegurarles que no subieron más habitantes de debajo de mis ropas, que alisé las arrugas del traje, avisé una cuadra antes y bajé del vehículo con esa curiosa aventura matutina conmigo pero la verdad tiene un bochornoso final.
A aquellas arañas les siguieron otras que atrapé con apurada vergüenza porque no deseaba un comentario sobre higiene de las personas que me acompañaban en la combi, iban una oficinista que emitía adulaciones por el teléfono celular, una madre haciéndole preguntas sobre la importancia de los ríos a un niño que balbuceaba respuestas con desgano, también iban escolares que se codeaban insultos, un obrero impertérrito, universitarios de cabellos revueltos y lindas chicas de jeans apretados, por ellos me quede amarrado a mi silla.
El cobrador avisó mi calle pero yo permanecí estático, quería evitar la repulsión de esos desconocidos.
Suponga que al pararme se descuelgue en una fina liana de mi saco una tejedora trapecista o al solicitar un espacio para llegar a la puerta una patona salte de mi agradecimiento al rostro de alguien. Había que esperar.  Por otra parte, seguían y seguían, peregrinas, aventureras, temerarias, las detestables arañas seguían aflorando de ojales, solapas, puños y yo tenía los ojos persiguiéndolas y el pulgar limado para reventarlas.
Me desesperó la lasitud de algunos pasajeros al descender y luego de un cansino viaje de una hora me regocijó ver que solo quedamos dos personas y finalmente ella bajó y una involuntaria exhalación me hizo olvidar la circunstancia y reposó mi atención en la calle polvorienta de ese confín de la ciudad al que llegué por miedo.    
El conductor y su ayudante conversaban, bajaré en la siguiente cuadra decidí con serenidad aunque todavía sentía la ardiente comezón y me rasque fieramente. Realmente pensé que fui inteligente al esperar hasta ese momento para desembarazarme de los ojos y los comentarios de la gente, pero ellas, esas, esas cositas de patas largas, también habían esperado lo mismo. Lo supe de inmediato.
No enviaron más a sus emisarias, marcharon todas, una vorágine de picor que avanzó impetuosa y se desparramó sobre mis manos, invadió mis costillas y gorgoteó en mi cara.  En completo éxtasis no ejecuté ningún movimiento o sonido, ni cuando la madre de las decenas de tormentos picó mi nuca con su uña ponzoñosa. No grité pero seguramente gritó uno de esos desconocidos cuando se acercó para avisarme que llegamos al paradero final y encontró mi alarido de espanto detenido por un blanco velo recién tejido.

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