A
las 5:50 de la tarde se cierran las rejas del cementerio la Apacheta, pero
algunos viernes se quedan abiertas a la espera de sus visitantes nocturnos que
realizan un insólito paseo entre tumbas y mausoleos, ateridos de frio y miedo,
mirando de reojo las sombras, porque a la necrópolis se acude a recordar la
muerte y ahora también a revivir la historia y leyendas de Arequipa.
Un recorrido inusual
El
que fuera un proyecto “curioso” se hizo realidad en junio de 2012, por primera
vez, con la anuencia y respaldo de la Sociedad de Beneficencia Pública, se
encendieron las velas de los faros de papel a lo largo de la vereda del
camposanto y los primeros ciudadanos conocieron el traje negro de la Apacheta,
vieron la luna reflejada sobre las losas de mármol y a algunas lechuzas impertérritas
cavilando sobre las cruces de cemento.
La
responsable del recorrido y autora del proyecto, Marcela Chilo Tipola, me
cuenta que el objetivo de esta empresa es diversificar la oferta turística y
rescatar el patrimonio intangible de nuestra región; pero, aparte, casi como
una confidencia me revela su pasión por lo sobrenatural que corresponde a esas
ganas suyas de sentir e inocular miedo a los visitantes. Para darle
consistencia a este sueño o pesadilla, las leyendas locales y pasajes
históricos son escenificados por siete jóvenes del grupo teatral
“Pazclown”.
Las leyendas cobran vida
El
recorrido empieza a las ocho de la noche, las ramas de los altos molles nos
saludan y llegamos al nicho de Mónica Lazo Romero en el pabellón Santa Bárbara,
utilizado en la película “Mónica, más allá de la muerte” del director Roger
Acosta. Nos detenemos para observar como la actriz Roxana Castillo, pálida como
la fémina de la leyenda, deja la casaca en la percha para el delirio de los asistentes
y del pobre muchacho que al día siguiente encontrará la prenda.
El
guía lleva una linterna que refulge sobre los vidrios, nos recomienda no alejarnos,
por seguridad. Las parejas de enamorados se abrazan más, los amigos se manifiestan
temerarios y ¡Pum! un ruido real, real porqué lo sufrimos todos, “Es normal,
siempre se oyen golpes en algunas partes” comenta el guía a sus incrédulos
oyentes.
Un
total de trece hectáreas corresponden al cementerio la Apacheta fundado en 1883
y cuyo primer y eterno morador es el poeta Mariano Lorenzo Melgar Valdivieso.
Con la noche encima y la pantalla del teléfono celular como única luz parece
que vamos por un laberinto de terror. En
el flanco derecho de esta ciudad silente se erige una pirámide, una esfinge
custodia su puerta y una enigmática señorita de mirada desquiciada lleva una
calavera en las manos. Mauricio Medina Marroquín co-creador del proyecto
precisa la historia de la familia Lira y la necesidad de amputar los dedos de
las manos y cegar a la escultura del pórtico de la cripta para que la difunta que
allí habita no vuelva con los vivos a fastidiar a sus parientes.
La suicida y el santo
De
los tétricos escenarios uno de ellos cuenta con un árbol de tronco enrevesado, aledaño
al pabellón San Arturo. De él se colgó Liliana Basilia Villalobos Salas en 2008.
Despechada, anotó los nombres de sus pequeños hijos en su palma derecha y dejó
caer su sufrimiento en peso. El rostro de la bella actriz que la representa
parece una gema de ámbar por efecto de la luz eléctrica de la calle próxima y su
hipnótico vaivén sigue el ritmo de nuestros agobiados corazones.
Cerca,
muy cerca, en el pabellón San Hilarión duerme el fusilado Víctor Apaza Quispe.
El poblador de la Joya acusado del
asesinato de su conviviente Agustina Capacoyla recibió las balas de la justicia
el 17 de septiembre de 1971. Han pasado 41 años y en la actualidad él es un
santo de la misma talla que cualquier otro hombre canonizado; las flores,
rezos, velas, lágrimas y milagros solicitados lo confirman.
Hay sitio para todos
En
la parte posterior de la extensa área del camposanto descansan los judíos, intentamos
leer los nombres de los difuntos y el hebreo nos deleita con sus grafías, aquí la
estrella de David reemplaza a la cruz cristiana y las piedras inmortales a los
efímeros claveles.
En
nuestro andar medroso encontramos una curiosa tumba, la cual lleva una escuadra y un compás como insignia en la
placa. ”Masón” indica un hombre de gran barriga a su pequeño hijo encaramado
contra los pinchos y el guía asiente y nos explica sobre la tumba de Miguel Garces
Bedregal, cuyo epitafio nos conmociona. Dejo el texto del poema para el final. Junto
a la entrada posterior del cementerio la Apacheta se observa el pabellón de los
suicidas, antiguo y estigmatizado, aquí yacen los que dejaron el mundo a voluntad
y no deben ser reunidos con las demás almas para no perturbar su descanso,
supercherías persistentes todavía en un mundo con satélites e internet.
Marcela
Chilo me recuerda que personajes ilustres descansan en la Apacheta: Alberto Hidalgo,
María Nieves y Bustamante, Hipólito Sánchez Trujillo, Ulrich Neisser Riess, Benigno
Ballón farfán, Neptali Valderrama Ampuero, Jacobo Dickson Hunter, Luis Duncker
Lavalle, entre otros.
Me
despido y no sé si persignarme o decir chau con la mano, lo cierto es que hoy
las personas que acudimos lo hicimos como atrevidos aventureros pero tarde o
temprano volveremos para quedarnos como inquilinos perpetuos y viene a mi boca,
inoportunamente, los versos del masón:
¿Qué sería señor si al
dar vida
Hubieras olvidado dar la
muerte?
El mundo entonces con
afán suicida
Querría su existencia
devolverte
Mi abuelo, Miguel Garces Bedregal, espiritualmente elevado, gran persona, Gran Mason
ResponderEliminarSoy César Garcés, y mi abuelito era Miguel Garcés Bedregal.
EliminarCesar, como se llama tu papá
EliminarJuan
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