jueves, 24 de abril de 2014

El pasajero silente

Discutí con el arrogante que había colonizado el pasillo con su apellido y dermis; discutí frente a los demás pasajeros abrigados, atentos y malhumorados por la hora.  Me insultó con la proeza verbal de su abolengo: indio de mierda. Ladeé su apostura de conquistador con corbata y ocupé mi asiento ubicado, para mi suerte, detrás del sujeto del pleito.
Me senté y mi sangre burbujeaba, confeccionaba insultos desmesurados y mis puños eran mazas ansiosas. Al observar la ventana y el paisaje conocí a mi acompañante; un hombre, ni viejo ni joven, vestido con abrigo y guantes negros. Mantenía los ojos fijos en las páginas de su libro. Quise saludarle pero el recuerdo me impidió continuar y apenas murmuré una palabra.
Se percató de mi intención y sin desviar los ojos de lechuza de sus anotaciones me dio una tarjeta donde tenía impreso lo siguiente: Juan Azrael Calavera Moira, Memento Mori y entre paréntesis: Recuerda que vas a morir. Curvé los labios y aguante la risa. Me agradó su presentación pero su actividad no le dejaría dialogar y abreviar el viaje. Me acomodé, me cubrí con la manta y dormí.
La bocina alarmada e insolente de un camión cisterna al pasar por una curva me devolvió al asiento número catorce. Mi acompañante ahora leía y dirigía su atención con un lápiz. Al celular se le agotó la batería. Le preguntaría por el tiempo y sería el pretexto para conocer su voz; pero el vehículo se detuvo, podíamos bajar algunos minutos para abandonar los líquidos y sólidos del organismo.
Cuando retorné a mi asiento el tipo que pretendía superioridad por su tez me miró desafiante y dirigiéndose a su esposa le aconsejó desconfianza con los cholos pendejos que tienen maña de rateros. Lo repitió en forma exclamativa y sentí como si lo hubiera gritado en mi oído. Humillado, como nunca, intentaba apaciguarme porque mi furia quería irse en lágrimas y no podía permitirme esa situación.
Una mano enguantada cubrió mi puño. El pasajero silente decodificaba mis ojos con el libraco en su regazo y el borrador del lápiz entre sus incisivos. Murmuré un agradecimiento por su solidaridad y el negó con la cabeza. Se inclinó sobre su registro y sus dedos me atrajeron a su costado. Los ojos pintados en porcelana me señalaron las páginas.
En las hojas aparecían nombres con sus respectivos apellidos, junto a los datos también figuraban las causas del fallecimiento y las fechas de deceso. Desconcertante,  fulanos y menganas, pulmonías y suicidios, y más desconcertante; fechas anteriores y posteriores a este viernes. Anotó rápidamente un nombre en su contabilidad, reorientó el libro y me entregó el lápiz. No supe que hacer.

El extraño y silencioso viajero se levantó y obsequió, sin cordialidad, una de sus tarjetas al hombre que me había insultado. El tipo agradeció sorprendido. Era un bromista, un patético en busca de atención o era el rey de los orates. Usted es la muerte le comenté con gracia y amistad, me atreví a codearlo y al hacerlo sentí un tempano óseo que me asustó. Ante mi incredulidad el pasajero me hizo comprender la realidad de mi posición. Abrió la boca desmesuradamente hasta desencajarse las mandíbulas, imagen horrísona, no tenía lengua; vi su interior descarnado y la blancura luminosa de sus huesos antiquísimos.
Sujeté el lápiz, vacilé un segundo y escribí. Mañana será, algún mecanismo del destino comenzara a funcionar, los engranajes que son las voluntades de los hombres girarán en sentidos diversos y harán posible la maquinaria de la causalidad. Parecerá un concierto trágico, inesperado y perfecto; pero habrá muerto a mi antojo, como yo elegí, me arrepentí de inmediato.
El ómnibus se detuvo, el callado señor de la Muerte sin más equipaje que su osamenta, ropas y un maletín se despidió con un gesto anticuado. No le detuve para corregir mi decisión, me aparte y me despedí con un hasta nunca. Caminó solo por el pasadizo mientras la gente se desperezaba.
Al pasar junto al racista él relució por última vez su léxico y me dijo adiós con aire triunfal. No le advertí sobre el accidente y me fui hipando por los nervios. Perdóneme mañana, grité desde la puerta que da paso a la cabina del conductor, lo dejé desconcertado.
Ocurrió ayer, Yo no estuve ahí, solo tengo el recorte del tabloide morboso, la página circunscrita por una vedette sonriente. Él, abrigado con aceros retorcidos y amamantado con lentejuelas, deshecho, entre horrorizados transeúntes que se persignan. El titular del periódico anuncia con acierto: La muerte lo encontró sorpresivamente.    

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