Había bailado toda la mañana y
brindado con todos sus compadres, ahora dormitaba sobre una piedra roja y en
sus sueños una vaca blanquísima andaba lentamente por el agua, removía el barro
y arrancaba los helechos dulces con su hocico humeante.
Se levantó como un dios que ha
creado el mundo y está cansado y desconcertado, se acomodó las serpentinas
multicolores y sacó de su chuspa varias hojas de coca, masticó y se repuso del
letargo, entonces un ave de alas negras le sobrevoló graznando.
El viento infló su camisa celeste,
se lavó las manos en la diáfana corriente que alimentaba las chacras de papa,
sintió sus palmas adormecidas y no sabía que sendero seguir. Un camino lo
llevaba a lado de su lánguida y quisquillosa mujer, el otro camino más largo y
fragante lo llevaba a una trenza negra, a una joven que lo maldecía al verle
pero luego lo bendecía con su vientre cálido.
Escogió el segundo destino y
vacilante avanzó, en la iglesia se
persignó rápido, se arrimó en el muro del colegio y se enredó en una nebulosa
tela de araña al orinar. Limpiándose las sedas del cabello escuchó el tañido
largo de la campana, imposible a esa hora, le engañaría la imaginación.
Pronto estaría calentito, dentro
de ella, calentito, se santiguó nuevamente frente al cementerio sin paredes. Algunas
tumbas resquebrajadas filtraban una sustancia oleosa, se acordó de sus
parientes que descansaban bajo esa tierra rojiza, su primogénito que nació
finadito y de tanto pensar en los muertos al rato escuchó o creyó oír a una
guagua que lloraba.
Machacaba las hojitas, escupía
espuma verde y la tarde se iba diluyendo, pero habría una luna rotunda en el
cielo dentro de algunos minutos, el viento entraba en la totora y se volvía
lamento, caminaba sin reparar en esos parajes pajizos, pintados de tristeza y
de entre las rocas saltaba el balido incesante del rebaño y luego el viento ululaba
otra vez.
Se oscureció y él estaba en la
cima del cerro, sitio de condenados, silbaba para ahuyentar a las viejas
historias del abuelo y sin mirar hacia atrás descendió temeroso, “pienso
sonseras” se decía cuando una piedrita cayó sobre el ala de su sombrero como si
alguien desde atrás quisiera llamar su atención, le vino el sudor frío pero no
se detuvo.
Vio la lucecita distante de la
casa a la que se dirigía, siguió el humo que salía del techo de la cocina y
saboreó el mate caliente de manzanilla, la papa con queso o un caldo de fiesta
con carne de animal recién matado. La luna prodigaba una buena luz para el
caminante, llegó al puente y lo atravesó sin prever que un soplo le robaría el sombrero
y lo echaría a la bulliciosa corriente del rio.
Pisó los brotes de cebada y estos
se quebraban como cascaras de huevo, un perro aulló lo cual le hizo apurar el paso, se detuvo en la
entrada y limpió sus zapatos, se abotonó el último botón de la camisa, se acomodó
las tiras de serpentina, se refregó la cara con el agua estancada y se alisó
los cabellos. Ya no estaba borracho, pero aún tenía ganas de mujer.
Subió los escalones de piedra y
en el patio la llamó, nadie le contestó, se tornó la puerta de la única habitación
donde muchas noches durmieron juntos o se desvelaron juntos; pero no apareció
ella sino un hombre.
-Tu eres el pendejo –escupió rabia
el marido.
-Hermano ¿De qué hablas? – volvió
de la capital, pensó y quiso apaciguarlo invitándole un puñado de su coca.
No escuchó las explicaciones, le hirió
con una hoz de hoja oxidada, le abrió y desangró como a un carnero, resoplando y contra la puerta de la otra vida,
sintió el calor del fuego de la cocina, el aroma de un caldo, el enloquecido le
enseñó algo que sacó de la olla de barro, jaló de una trenza y apareció la
cabeza de una mujer.
El esposo cocinaba, echaba papas trozadas
y arroz a la olla, él se moría en el estiércol petrificado. En ese éxtasis de la
venganza alguien golpeó tres veces la puerta, el marido salió, revisó el campo
y volvió a su labor, el moribundo comprendió tarde los avisos, muy tarde, se
reprochaba su mala decisión llorando y la cuchara se metió en su boca.
-¿Qué tal esta hermanito? hoy nos
las comemos los dos- y en verdad la saborearon juntos hasta saciarse de muerte.