Por Jorge Condorcallo
En mi mundo no hay autos voladores ni zapatillas autoajustables
como lo avizoraron los futuristas del siglo XXI, pero si tenemos antimateria
que mueve los engranajes de las mega ciudades, impresoras de órganos, plantas de
tratamiento que nos proveen el agua potable, lunas de miel en las órbitas de
Venus y Marte… En mi mundo de telemetría persiste el hombre y es el mismo homo
sapiens de hace doscientos años.
Él, que lleva un polo negro estampado con el rostro de la
cantante LP, es Saulón y justo hoy recibirá una valiosa lección. Por su
apariencia usted podría decir que es un ciudadano promedio que lee las noticias
en las marquesinas digitales, trabaja en la OSIC, duerme en una celda de
categoría C y, por su edad, debe tener una esposa y un hijo varón muy
pequeño. Es así, el estereotipo
prevalece, sin embargo Saulón no siempre fue un citadino estándar, antes era un
hombre diferente, hoy es un rutilante adulto de treinta y cinco años que
aprovecha el calor químico de su calle. Él todavía no sabe que siete cuadras
después su vida cambiará.
Jacobí saludó a Saulón y aparentó que no había planificado
con prolijidad el encuentro. Jacobí habla con palabras sencillas, sonríe
después de alguna anécdota, sonríe otra vez y simula que subyace una antigua
amistad entre ambos. En la banca mira a Saulón y recuerda con precisión lo que
le hizo. No les voy a describir esos
recuerdos porque no quiero avivar el morbo que cierta literatura cultiva en su
propio beneficio, mas puedo asegurarles que cualquier otro humano sentiría el
mismo odio que sentía Jacobí. Jacobí es muy listo, le ha hecho creer a su
interlocutor, con su actitud, una amnesia deliberada quizás con ayuda de la neurocirugía
la cual es de uso habitual en este lustro.
Saulón confió ciegamente en esa distendida amistad y
aprovechó la casualidad para contarle sus experiencias familiares que Jacobí conocía
mejor porque hace siete años lo seguía y espiaba. Saulón extendió su mano para
despedirse, se excusó, empezaba el turno de su mujer en la planta y él tenía
que encargarse del cuidado del niño.
–
¿Un hijo?, ¿Quién lo pensaría?
–
Un bebé, tiene dos años recién.
–
Mis felicitaciones amigo.
No sospechó de Jacobí ni cuando este se empeñó en
acompañarlo a su edificio, se arrepentiría después por creer que su vida
seguiría siendo la misma. La gente no perdona las cosas malas que les han hecho
sus semejantes. Eso lo aprendería con rigor.
–
Tienes que venir conmigo, te conviene, créeme.
Se dejó llevar por la única amenaza que lo hacía vacilar,
aquella que le envolvió el cuerpo con hilos de hielo.
–No
te aflijas, tu mujer y tu hijo, ya están a donde vamos –esas palabras fueron suficientes, por
ellas fue llevado al auto, no por el arma que tenía a sus espaldas.
Ingresaron al viejo estacionamiento de los obreros de la
OSIC, un edificio blanco enclavado junto al mar, sobre una plataforma
enrojecida por la brisa; aquí aparcaban sus vehículos los trabajadores de la
colosal planta de tratamiento del Pacífico que se balanceaba a dos kilómetros
de la playa.
Saulón entendió que aquella situación no era una broma o un
mal sueño. Lo supo al ver la luz fragmentada que coloreó la pared de una
oficina y convirtió a su mujer en un estropajo rojo.
–
¡No lo mates, por favor! –rogó
Saulón al ver que el cañón plateado buscaba al pequeño que se ovillaba en el
piso.
–
No lo haré, mientras tú obedezcas a todo lo que te ordene –lo dijo con extraña
amabilidad, con parsimonia de sacerdote.
Lo que iba a proponerle no era un elogio a la locura; por
el contrario, era el plan que había diseñado Jacobí con la seguridad de que
Saulón obedecería, sin chistar, por salvar a su único hijo.
Jacobí fijó sus ojos lánguidos en los de su enemigo.
–En
esa habitación, frente a ti, amigo Saulón, está el hijo del otro hombre que me
hizo mucho daño, ¿lo recuerdas?, entra y
haz lo que te diga. Es justo decirte que
tras el cristal oscurecido tu otrora cómplice observará lo que hagas, no te
preocupes, está domado, no podrá detenerte.
–¿Qué
quieres que haga?
–Lo
he atado bien para ti, es un poco difícil de manejar, anda amigo, te espera ese
muchacho que no tiene más culpa que ser el hijo de su padre. Para hacértelo
fácil lo dejaré a tu elección: puedes quitarle su inocente vida con tus manos o
demostrarle lo viril que aún eres.
–
Enfermo, no olvidaste, no nos perdonaste, no lo haré – En su consciencia sabía que era capaz
de matar o morir por su primogénito.
Sin miramientos Jacobí disparó contra el infante quien
lloró por el dolor de la quemadura que abrió el rayo en su oreja.
–
Tu hijo o el suyo, decide.
No volvió oponerse, acomodó sus ropas y entró a la sombría habitación
en cuyo piso se revolvía en lamentaciones un niño de once o doce años, lo
calculó por su estatura. Jacobí tuvo la cortesía de cubrirle el rostro para
evitar el arrepentimiento. Saulón dobló las piernas del muchacho que al percibir
el contacto se puso rígido como un árbol, Saulón lo intentó y fracasó, no pudo
conseguir una erección, ¿sería el pánico o la mirada imaginada y suplicante del
otro padre la causa de su impotencia? Era él, el infame Saulón de otros tiempos
quien sintió la burla insaciable de un público invisible y se embriagó de odio,
tumbó aquel cuerpo anónimo que temblaba y sus puños cayeron con rabia sobre él,
se hundieron impasibles en la cabeza del rehén, la bolsa que cubría el rostro se
empapó en sangre y balbuceos.
Saulón jadeaba y sudaba.
–
Sigue vivo –oyó la
imperativa voz de Jacobí.
Se hincho de nuevas furias, lo golpeó con todas sus fuerzas
hasta convertirlo en un títere espantoso con las muñecas y los tobillos
torcidos.
Se alejó y mientras se acercaba a la puerta observó el
vidrio ahumado incrustado a la pared y silabeó jadeante: PER-DÓN. Solo vio su
ancho reflejo, la sangre del inocente le cubría los brazos hasta por encima de
los codos y su rostro era el de una fiera tras la cacería.
Salió del torbellino arrollador de la culpa y sin que se lo
autorizara Jacobí recogió a su hijo, lo envolvió con vigor en sus brazos
pintados y se alejaron del hombre que los había reunido en esa fiesta insana.
–
Eres un buen padre, le salvaste la vida.
–
Vete a la mierda, solo deja que me vaya, ya cumplí –y su abrazo escondió por completo al niño.
–
Vete tranquilo, le salvaste la vida aunque sean ocho años más un hijo se los
merece – incitó
Jacobí e hizo un sutil gesto de sarcasmo.
–
¿De qué mierda estás hablando?, ¿A qué te refieres? –Saulón sintió un miedo nuevo, distinto y mayor
al que había sentido hace un momento. Cargando a su vástago regresó a la
habitación oscura.
En mi mundo no hay autos voladores ni zapatillas autoajustables
como lo avizoraron los futuristas del siglo XXI, pero si tenemos antimateria
que mueve los engranajes de las mega ciudades, impresoras de órganos, plantas
de tratamiento que nos proveen el agua potable, lunas de miel en las órbitas de
Venus y Marte….ah, también inventamos los viajes en el tiempo, sin embargo
siguen en estado experimental, pocos humanos se enlistan como cobayas para los
saltos, la mayoría no regresa del futuro y los pocos que lo hacen en menos de
una semana mueren por un inexplicable deterioro celular. Hay que tener una necesidad
urgente del dinero u otra sinrazón para arriesgarlo todo.
Con violencia desató la bolsa que al estirarse escupió los
dientes envueltos en cuajos de sangre, reacomodó el rostro del muchacho, buscó
algún parecido, ladeó la cara destrozada
y allí estaba la cicatriz de la quemadura que hace unos minutos el rayo láser
había tatuado en la oreja derecha de sus hijos.
Saulón gritó, qué más podía hacer aquel miserable.
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